Abuso del derecho a embrutecerme
Hay tipos que lo ponen a uno nervioso. Cual quinceañero. Torpe al hablar. Respuestas nubladas y lentas. Risa nerviosa de tonto. Manos sudadas. Comentarios que luego uno analiza y dice “¿qué diablos dije?”. Tipos con los que uno no sabe cómo moverse y a los que uno no logra mirar fijamente. Sujetos que nos hacen agarrarnos el pelo, sonar los dedos en la mesa o mover el pie como un tic nervioso. Tipos de tipos que nos hacen, palabras más, palabras menos, sentir inseguros.
Esos que dan ganas de dejarse caer, sin importar lo que pase. Que le producen a uno sensaciones desconocidas y ganas de desbaratarse el alma. Hombres que despiertan en uno la necesidad de arrancarles la vida y amanecer con ellos. Tipos que a los tres días de conocerlos ya queremos que sueñen junto a uno. Que nos abracen para perdernos en sus brazos y que nos cuiden y así, sentirse seguros hasta con su mirada.
La verdad es que sí hay tipos que lo embrutecen a uno y lo hacen sentir literalmente pendejo. Son pocos, claro. Escasos, casi en vía de extinción. Y por eso, cuando uno los tiene de frente los idealiza y los creemos perfectos. Sentimos ¡por fin! La excitación de tener el corazón y los sentimientos abiertos.
Y por eso, uno tiene derecho entonces a desbaratujarse. Y se desbaratuja de hecho. Hace a conciencia, llevado por los impulsos todo lo que no se debe hacer. Y eso está bien. Está muy bien porque uno tiene derecho a hacer todo al revés con esos tipos en vía de extinción. Al fin de cuentas, pocas veces tipos así suceden.
Porque con el resto, tenemos todo bajo control ¿no? Con los otros, con los normales, con los que nos quieren querer de verdad, con los perfectitos, sabemos cómo manejarnos, ¡Já sí que sabemos, somos maestros!. Sabemos cuando callar, cuando llamar, cuando besar, cuando no salir, cuando salir, qué ponernos, qué decir, cuando besarlos, cuando ignorarlos y todo nos sale perfecto. Se enamoran. Y claro, nosotros no.
Pero con estos, los que están en vía de extinción, por más que tenemos la lección aprendida después de tantos y de tantas experiencias, resulta que nada nos sale como supuestamente sabemos. Hacemos todo al revés. Con un poco, bueno, mucha conciencia. Lo hacemos ocultándoselo a los amigos, avergonzándonos y auto ridiculizándonos. Sabemos que lo que vamos a hacer es incoherente y luego será peor por la sensación de derrota, pero aun así, lo hacemos. Todo por un ilógico impulso de esos que ni salen del alma sino de los arrebatos. No censuramos la euforia que nos producen y de la que nos enamoramos.
Y es que tenemos derecho de hacer algunas cosas que no debemos hacer con estos tipos que nos arrebatan la tranquilidad. Tenemos derecho de llamar cuando sabemos que no había que hacerlo. Tenemos derecho de salir corriendo cuando los señores digan. Sentimos la necesidad de escribirles aun si ellos no lo han hecho. Queremos decirle cosas que sabemos es mejor callar. Preguntar estupideces también está en el listado. Buscarlo y encontrárnoslo “de sorpresa”. Llamarlos otra vez incluso cuando ellos quedaron en hacerlo.
Nos sentimos con la necesidad absoluta no tanto de buscarlos sino de encontrarlos. Queremos entenderlos. Qué pasa por sus cabezas. Que nos busquen, pero no les damos tiempo porque nosotros nos adelantamos buscándolos. Aysh, hacemos todo al mal. Absolutamente mal. Penosamente mal.
Uno tiene derecho a hacer alguno de estos intentos que antes de hacerlos ya sabemos que son fallidos pero aun así los hacemos, con un tipo, para aprender. Pero, ¿hacer TODAS las estupideces posibles con el mismo? Mucho gusto, soy Christian Grajales.
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