Contando miedos
Soy hombre de pocos miedos. No le tengo miedo ni a la oscuridad, ni a las culebras, ni mucho menos a reír con carcajadas escandalosas que exponen la alegría de mi alma y la poca vergüenza de mi autenticidad.
No le temo ni a las cucarachas ni a las alturas. Ni mucho menos a salirme de lo que la sociedad exige. No me da miedo decir las incoherencias que pienso y hacer lo que me hace feliz. Tampoco le tengo miedo a dejar que se me empape de vida el alma mientras llueve. Ni a no ser yo algunas veces y a ser demasiado yo, casi siempre.
No me preocupan los ratones ni los aviones ni la velocidad. Le perdí el miedo a fracasar porque me dí cuenta que uno se levanta con ganas de más y mejor, pero el miedo a no llegar lejos, muy lejos, demasiado lejos, me aqueja con frecuencia. Le había perdido el miedo a hacer mejor las cosas aun si eso es dejar a un lado la sabrosura de portarse mal, y ese miedo, por ejemplo, estoy por recuperarlo.
Aunque con el tiempo he vencido otros. Se me quitó el miedo a llorar y dejar que las lágrimas mostraran mi vulnerabilidad. Le perdí el miedo al olvido. A que él me olvidara y a que ella se alejara. Dejé de angustiarme por el miedo a que la propia vida a veces me olvide, incluso ya no me quita el sueño tampoco, el olvido de mí mismo.
No me trasnocha el hecho de tenerme que esconder, me acepto con todo y mis contradicciones y mis contradicciones se aceptan las unas a las otras. Por eso perdí el miedo a dejar ir a las personas que no aceptan mi vida, porque me siento cómodo en mi propia piel.
Y definitivamente le perdí, y no sé cómo, el miedo a aferrarme a imposibles. A ser conmovedoramente cursi y a veces demasiado romántico, incluso si por estas épocas modernas serlo esté mal visto. Le perdí el temor a la hoja en blanco y a llenarla con mis flaquezas. A hacer estupideces, porque aprendí a hacerlas con gracia. Ya no le tengo miedo a no caerle bien a todos. Ni a la muerte, bueno sí. Aunque mucho más a vivir la vida muriendo de a poquitos, como muchos, como sin vida.
Estoy tratando de tenerle miedo a los abismos de tantas historias breves porque empiezo a tener una tímida certeza que en algún momento la historia será eterna. Estoy tratando, sí, también, a tenerle más miedo a ser amante que a ser víctima del amor, pero me cuesta, me cuesta el alma, pero lo intento, lo intento en serio.
Pero hay otros miedos que no he logrado vencer. Sino que han evolucionado. El pavor a no encontrar un amor que me desvele cada noche por la eterna necesidad de hacerse mío. O alguien que me robe la vida. El amor que no se canse de besarme la boca y las cicatrices y las esperanzas.
Además con el tiempo he desarrollado otros miedos. Comos el de la vejez, no propia, pero sí la de mis viejos, por ejemplo. O la paranoia que la vida insiste en irse cada vez más rápido y no saber aprovecharla. El miedo que se me acaben las letras y el miedo a tanta realidad. El pánico a no lograr cumplir lo que quiero llegar a ser y a dejar de soñar mis sueños.
Soy un hombre de pocos miedos, bueno, no tan pocos, pero los que tengo están bien fundamentados. Como que él -MI gran él- nunca aparezca. O que yo y mis miedos los aleje a todos. Pero existe la ambigüedad de no tenerle miedo, nunca, jamás, al miedo de tener mi linda historia con un lindo comienzo, una trama envidiable y un final sin final.
Y es que lo bueno de aceptar los miedos es que los detecto y lo mejor es que al aceptarlos no los dejo mermar mis sueños. Porque es que juro que es normal tener miedo, tenerle miedo a uno mismo. Al futuro. Al amor. A la amistad. A la comida. A los comienzos. A los finales. Al mismo miedo y a tener miedo de tener miedo.
Lo bonito del miedo es que viene con un mini vértigo en el estómago que nos recuerda que uno está vivo. Lo malo es que nos llena de prudencia innecesaria. Y lo real, es que es inclusive, más real que yo, es que se hizo para que con mis ilusiones lo venciera.
Christ Grajales.
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