Cada tanto siento que muero. Es una
constante en mi vida. Me pasa cada dos años más o menos. Es como que el camino
se torna caótico y difícil. Sin ninguna luz ni una pista definida que marque el
paso. Y todo se vuelve confuso. Y todo desde este lugar del hoy y el ahora en
el que debo vivir –pero algunas veces no logro-, se ve borroso. Indefinido. Y todo
lo que viene, todo lo que puedo llegar a ser y todo lo que quiero, empieza a
mostrarme impreciso e indeterminado.
Y yo muero. Me siento sin luz y
sin ganas. Y sin saber para dónde echar a andar mis pasos. De repente me
sumerjo en un viaje en la melancolía, al cuestionamiento enfurecido de mí ser,
a la pregunta de cuál es mi norte y de mi papel en el futuro. Y me cuestiono
mal. Qué dónde. Y cómo. Y cuándo, obvio.
Y aunque no es chévere, por fin,
tantos años después, entendí que estas pequeñas grandes muertes, se tratan del
miedo controlando mi vida. Siendo quien habla y controla y bloquea mis
movimientos. Quien hace ruido en mi mente. Un ruido tremendo y dañino. Lleno de
desesperanza y desgano. Y bla bla bla. Ruido y más ruido. Y no me da espacio de
escuchar la verdad. Lo que mi alma grita. Lo que me conviene. Lo real. Puro bla
bla bla, durísimo. Exigencias del ego.
¿Por qué no tienes esto y esto?
¿Por qué él sí? ¿Cuándo vas a tener aquello? Te falta eso y lo otro. Y drama y
victimización. Y confusión. Y panorama y futuro negro.
Pero luego me doy cuenta de lo
bonito y necesario que es morir cada tanto. Porque vuelvo a nacer en algún
lugar mejor. Aterrizo como un águila en su presa y florezco. Con más colores y
luz y fuerza. En un lugar mejor. Más del alma. Más enfocado y necesario para mi
crecimiento real y emocional.
Y con el tiempo, ahora, he
aprendido que soy yo mismo quién me llevo a estos lugares trascendentales. Y dejo
de culpar a otros. Porque si bien todas mis muertes son resultado de algún
abandono, a mí nadie –ni nada- me ha dejado. Ni un amor, ni un puesto (aunque
esas hayan sido las constantes en mi vida).
Analizo y yo, antes que me
dejaran, emocionalmente ya había dejado esos lugares y aunque no era capaz de
aceptarlo, ya estaba listo para lo que seguía. Aunque no veía inmediato lo que
seguía. Pero lo que seguía siempre fue grandioso. Más de lo que estaba
teniendo, más de lo que había soñado.
Y siempre fue igual. Todos se
iban. Pero en realidad era mi miedo a soltar el que me retenía y mi incapacidad
de ver y recibir lo que seguía, lo que me causaba dolor. El miedo a mí mismo. A
lo que sigue. A abandonar el lugar conocido y seguro.
Pero siempre ha valido la pena
perderme porque cuando me encuentro, aparezco en un lugar mejor.
Hay que callar el ego. Hay que
saber cuándo es miedo. Hay que detectar cuándo no son deseos del alma. Hay que
conocernos. Permitirnos morir. Y morir duro (pero no mucho tiempo). Y luego
dejarnos florecer. Florecer con toda.
Pero debemos eso, darnos permiso
de avanzar. Y no tenerle miedo a eso tan cool y tan grande y loco que somos
capaces de crear y que sigue.
Es hora de dar el paso, callar la
mente y confiar. Porque es más tedioso quedarse sufriendo y estando aburridos
en el mismo lugar que buscar la luz, y brillar.
Mr. Christobal